EL PATEADOR PATEADO
(O
EL GERENTE “CON DOS CARAS”)
Daniel
Romero Pernalete
Los
protagonistas de esta historia tienen nombres y apellidos. Prefiero
omitirlos para proteger la privacidad de los actores. Los hechos
tienen lugar y tiempo. Prefiero omitirlos para no dar pistas.
Ocurrieron en una oficina pública hace unos cuantos soles. Allí
trabajaba una docena de empleados bajo el látigo severo de un jefe
de departamento a quien llamaban “El Jefecito”. De malas pulgas
era el Jefecito. Llegaba a las 8:00 de la mañana (el tipo era
puntual), echaba una nerónica mirada a sus empleados que ocultaban
su miedo detrás de una poco estudiada sonrisa, y emitía un gruñido
que la gente tomaba por un saludo. Antes de entrar a su despacho
se solazaba reclamando públicamente las fallas de algún
subordinado. Quería que los demás escarmentaran en pellejo ajeno.
Disparaba luego a quemarropa imprecisas instrucciones para algunos
trabajadores, cuidándose de expresarlas con suficiente ambigüedad
como para que los instruidos solicitaran aclaratorias, lo que a su
vez le daban la oportunidad al Jefecito de echarles en cara su
torpeza, su negligencia o su escasa formación. En la oficina decían
que era un tigre con mal de rabia
Pero
bastaba con que asomara su narizota el Gerente de la unidad para que
el furioso tigre se convirtiera en un adorable y sumiso gatito. Se
deshacía en melosidades con el Gerente, quien no tenía reparo en
echarle en cara al Jefecito las fallas de la oficina. “Si, señor”,
“como usted ordene, señor”, “tiene razón, señor”
ronroneaba el minino mientras le quitaba alguna pelusa del gerencial
paltó
Los
empleados de la oficina no entendían la transformación. Hablaban de
una supuesta doble personalidad del jefe de la oficina. Los más
leídos hablaban de la burocrática alternancia del Dr. Jekill y
Mister Hyde . Otros se asombraban de ver al Lobo Feroz convertido en
indefensa Caperucita con la sola presencia del Gerente.
Uno
de mis profesores del IESA me enseñó a interpretar este fenómeno.
No había contradicción alguna. Ni una doble personalidad. El
Jefecito era bien coherente en su accionar. El peso de la cultura a
veces aplasta. Desde pequeños, la cultura nos introyecta (¡fea esa
palabra!) un mal entendido respeto a la autoridad. La autoridad del
padre, del maestro, del sacerdote, del líder político y del jefe no
se pone en tela de juicio. El que está arriba tiene la sartén por
el mango y con esa sartén puede golpear a los de abajo. Y mientras
más alta es la jerarquía del jefe, más grande es la sartén y más
fuertes los sartenazos. El que está arriba da las órdenes. El que
está abajo obedece. El que está arriba suelta las patadas. El que
está abajo las recibe sin chistar. Así, el Jefecito se sentía con
derecho a patear a sus subordinados, pero se sentía con la
obligación de aceptar de buen grado las patadas de quien está por
encima de él.
Algunos
autores llaman “efecto cascada” al fenómeno según el cual, en
cada nivel de la organización se tiende a replicar el estilo de
dirección que se practica en el nivel superior. Otros, más
escatológicos, prefieren llamarlo “efecto cagada”, fenómeno
según el cual, en cada nivel de la organización el jefe se siente
con derecho de defecar sobre los que están abajo, pero se siente en
la obligación de recibir el excremento que sueltan los de arriba.
Por
suerte, así como hay coherencia en la personalidad del Jefecito,
también la hay en los jefes que tienen una concepción diferente
(más humanista, más optimista) hombre y del trabajo. Y, por lo
general, el jefe que respeta la dignidad y la integridad de sus
subordinados, exige el mismo respeto por parte de sus superiores.