EL ARCA DE NOÉ 
(O EL TRISTE FINAL DE UN ADICTO AL TRABAJO) 

Soc. Daniel Romero Pernalete

  El mito del Arca de Noé revive con el Covid-19: las mil versiones ...



Se sintió muy bien realizando a la perfección su primera tarea importante. Sus compañeros lo felicitaron y su jefe lo elogió públicamente. Desde entonces, empezó a esmerarse en sus trabajos como si en cada uno se jugara la vida. La aprobación de superiores e iguales lo acicateaba en todo momento. Se diría que la oficina giraba alrededor de él. No había trabajo importante que no fuera a parar a sus manos. Y cada vez se exigía más para no arriesgar su bien ganada reputación de trabajador eficiente.  

Por ahí se inició el desastre. Comenzó a trabajar horas extras, pagadas o no. Era el primero en llegar a la oficina y el último en abandonarla. Era quien prendía y apagaba las luces del despacho. No contento con eso, fue adoptando la costumbre de llevarse trabajo a su casa. Las noches eran para trabajar y los fines de semana para seguir trabajando. Visitar a los amigos, ir al cine con su esposa, jugar un rato con los niños o salir con la familia los domingos ahora eran un desperdicio de tiempo. Se iba a la cama a altas horas de la noche y se levantaba de madrugada. Era el vivo ejemplo del trabajador responsable y empeñoso. Los jefes no dejaban de elogiarlo y ya tenía en la pared de su oficina varias plaquitas que lo acreditaban como trabajador del año. Y ya sumaba dos meritorios ascensos 

Lo que no veían los jefes ni los compañeros era que Noé (que así se llamaba nuestro protagonista) había caído en las garras de una muy peligrosa adicción (muy peligrosa por aplaudida): la adicción al trabajo. A semejanza de otras adicciones, Noé necesitaba dosis cada vez mayores de trabajo para sentirse “a tono”. Y los descansos dominicales le provocaban crisis de abstinencia que resolvía poniéndose a trabajar. Y cualquier cosa que no fuera trabajo le parecía una pérdida de tiempo. Empezó a descuidar su cuerpo y su mente: ejercitarse, descansar o leer eran actividades que no tenían espacio en su apretada agenda. Y fue gradualmente desatendiendo a su familia y a sus amigos. Y para resolver esas nuevas carencias... ¡se refugiaba en el trabajo! 

A diferencia de otras adicciones, nadie lo criticaba. Y más bien elogiaban su entrega al trabajo, reforzando su adicción. Era como si a alguien se le ocurriera animar a un alcohólico con el grito: “Adelante, toma una copa más”. O se atreviera a distinguir a un fumador de mariguana con el título de “Mariguanero del Año”. O a felicitar a un cocainómano porque lleva un mes seguido aspirando polvito… A nadie se le ocurre. ¡A menos que sea quien obtiene beneficios por la venta del alcohol, la mariguana o la cocaína, sin importar las consecuencias que eso tenga sobre el consumidor de las drogas!… Y aquí vale preguntarse quién es el beneficiario de la adicción al trabajo. Piénselo el lector. 

Pero volvamos a Noé. Diez años después del inicio de su enfermedad (porque toda adicción lo es), el saldo no es muy favorable: un matrimonio en proceso de disolución, dos hijos huérfanos de padre con un padre vivo, un conato de infarto, un par de accidentes cerebrovasculares, dos comas diabéticos, tres crisis hipertensivas y unos raros síntomas que lo orillan a un cáncer. Todo a cambio de cuatro placas, tres botones de reconocimiento y un cargo dos peldaños más arriba de donde partió. 

Con el correr de los años, Noé fue perdiendo condiciones. Era algo esperable. Comparable a un automóvil que había estado corriendo a toda velocidad y sin parar, con gasolina de mala calidad y sin revisar el aceite del motor ni el agua del radiador. Dejó de ser útil y fue desechado. Le hicieron una bonita despedida, eso sí. Ya le habían extraído todo el zumo, Solo quedaba el bagazo. La vejez lo alcanzó con algo de dinero, suficiente para pagar las consultas especializadas y los tratamientos médicos que le ayudaban a sobrellevar las enfermedades crónicas que había venido cultivando desde muy joven. 

Noé construyó su propia arca, donde solamente le dio cabida el trabajo. Y ni Noé ni el arca sobrevivieron al diluvio. 


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