HAY BONDADES QUE MATAN

(O una dura lección sobre motivación)

 

Soc. Daniel Romero Pernalete, MSc.

  



Hace unos días me reencontré con una antigua fábula china (“El pájaro víctima de la bondad”) que de inmediato recreo. Una gaviota descendió en las afueras de la capital del reino de Lu. Fue entusiastamente recibida por el Marqués de Lu, quien le organizó una pomposa bienvenida que incluía espléndidos banquetes, deliciosos vinos y exquisita música. Sin embargo, la gaviota homenajeada parecía perturbada y triste durante los festejos. Los graznidos de la desesperada gaviota fueron interpretados por el Marqués como manifestación de júbilo. Y la fiesta se prolongó por tres días, durante los cuales la gaviota no probó bocado. La noche del tercer día, el animalito murió de hambre y de tedio.

Durante algún tiempo, el Marqués censuró en silencio la actitud de su emplumada amiga. Había sido agasajada a cuerpo de rey (con la mejor intención, debe señalarse), pero la gaviota permaneció impasible y triste hasta que expiró. El Marqués nunca entendió que había agasajado al ave como a él le gustaba ser agasajado y no como la gaviota (¡gaviota al fin!) hubiera querido.

La fábula sacó a flote el recuerdo de un par de gerentes que dirigían sendas dependencias de una organización en la cual laboré lustros atrás. Uno de ellos (Márquez, vamos a llamarlo así para arrimarnos a la fonética de la fábula) era hijo de una pareja de destacados profesionales que siempre celebraron sus logros. Creció sin lujos pero sin privaciones. Desde su ingreso a la organización, Márquez mostró una desmedida necesidad de reconocimiento. Se esforzaba hasta el límite a cambio de un elogio, un apretón de mano de su jefe, una placa o un memorándum donde se reconociera su trabajo. Las paredes de su oficina estaban tapizadas de placas, diplomas y fotos que recordaban sus éxitos.

Cuando fue ascendido a la jefatura de la sección, no hubo quien no se enterara en diez oficinas a la redonda. Pusieron en sus manos una dependencia formada por personal de mantenimiento, con poca calificación y bajos sueldos, cuyo rendimiento para entonces era muy inferior al esperado… A fin de estimular la productividad, Márquez puso en práctica un sistema de reconocimientos para sus subordinados: trimestralmente los reunía, elogiaba a los más destacados y los premiaba con un pequeño y bonito diploma que él mismo diseñó.

Después del impacto inicial que tuvo el sistema de recompensas (nadie se había preocupado antes por reconocer el trabajo de esta gente), el efecto comenzó a disiparse aceleradamente. Después de cierto tiempo, sobraron los comentarios insidiosos: “¿Cuántos kilos de carne me darán en el mercado por este diplomita?”. O “¿Me lo aceptarán en la papelería cuando vaya a comprar los útiles escolares de mis muchachos?”.

Justo enfrente (literalmente) de la oficina de Márquez estaba la de Marquina, otro joven muy trabajador, de humilde procedencia, quien a fuerza de privaciones y sacrificios se había titulado en una universidad pública. Su historia personal le llevaba a dar gran valor al dinero bien ganado (bien sudado, decía él).

No hizo mucha bulla cuando lo ascendieron a la jefatura de la oficina. No quería hacer alarde de su nuevo cargo ni de su nuevo sueldo. Eso de los reales era asunto privado, decía… Cuando quiso estimular al equipo de profesionales que dirigía, se le ocurrió premiar a los más destacados con un (casi secreto) bono por rendimiento trimestral, decisión que comunicaba a los galardonados mediante un mensaje a los correos personales antes de ordenar el depósito en las cuentas. El bono representada un pequeño porcentaje del sueldo, de tal forma que no era recibido con mucha emoción por el grupo de empleados.  El entusiasmo y la productividad fueron cayendo gradualmente.

¿Qué pasó en ambos casos? Parece que tanto Márquez como Marquina cometieron el mismo error que el Marqués de la fábula: creer que la motivación de sus empleados respondía a los mismos estímulos que la propia. Pero no era así. Los subordinados de Márquez hubieran preferido estímulos monetarios que compensaran los bajos salarios. Sus necesidades, diría el viejo Maslow, estaban en un rango inferior al de los incentivos otorgados… Por el contrario, los subordinados de Marquina, con escasas necesidades económicas, se hubieran inclinado más por estímulos que abrieran caminos a nuevas oportunidades de desarrollo personal y profesional. Maslow hubiera comentado que sus necesidades eran de un orden superior al de las recompensas ofrecidas.

En alguna oportunidad comenté la historia con un grupo de alumnos, uno de los cuales preguntó qué pasaría si entre el grupo de subordinados directos había gente, como casi siempre sucede, con necesidades diferentes. Obviamente, le advertí, hay que abrir el espectro de las recompensas, pero (¡ojo!) individualizándolas en función de las necesidades y expectativas de cada persona que esté bajo nuestra inmediata supervisión. “Esto amerita un gran esfuerzo”, ripostó el muchacho. Pero vale la pena, le insistí, si no queremos, como el Marqués de Lu, matar muchas gaviotas de hambre o de tedio.

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