LA VENTANA ROTA
(O la bondad desorganizadora)
Soc. Daniel Romero Pernalete, MSc
Felipe llevada cinco años laborando en “Telollevo”. Era uno de los diez coordinadores
de grupo. Hacía dos años que había ascendido a ese cargo, después de tres años
de productivo esfuerzo. “Telollevo” era una empresa que prestaba servicios de distribución de comida a domicilio y atendía a un grupo numeroso de clientes. Como la
demanda del servicio fluctuaba, cada coordinador de grupo tenía una lista de
operarios previamente seleccionados que iban siendo llamados en estricto orden,
atendiendo a las exigencias diarias de los clientes y a una distribución
equitativa de oportunidades.
Todo
marchaba bien para Felipe, hasta que la tentación le habló en la oreja.
Alberto, uno de los operarios, le pidió a Felipe un pequeño favor: que lo
llamara a trabajar, saltando a quienes lo precedían, con el fin de ganarse una
platica que le hacía falta para atender una emergencia. A cambio, le ofrecía
cierta cantidad de dinero y la confidencialidad del acuerdo. Felipe cedió a la
propuesta… Alberto le entregó el dinero, pero esparció el secreto. Entre los
operarios se corrió la voz de que Felipe era buena gente y ayudaba a quien se
lo pidiera. Era una forma elegante de decir que aceptaba sobornos y otorgaba
favores. Dos días después llegó Braulio con una exigencia similar a la de
Alberto. Al día siguiente fue Carmelo. Y después Darío. Más tarde Eleuterio…
Así, se fue
creando una especie de competencia entre los favorecidos. Cada uno quería
adelantarse a los demás. Entonces fueron creciendo las “mordidas” que le daban
a Marcos. Era como una subasta: había prioridad para los que daban más.
Uno de ellos
(no se sabe cuál) se sintió perjudicado pues, según él, había favoritismo entre
los favorecidos. Y, con la bilis a punto de ebullición, acusó a Felipe ante la
Coordinación de Recursos Humanos de la empresa, mostrando algunas recurrentes evidencias
del chanchullo. Se comprobó la falta. Germán, el gerente de “Telollevo”, se vio
frente a un dilema: no sabía si hacerse la vista gorda y perdonar al infractor (a
quien tenía por un buen trabajador) o castigarlo severamente para advertirle al
resto de los coordinadores y operarios que no estaba dispuesto a tolerar
marramucias.
En su
incertidumbre, Germán hizo contacto con uno de sus asesores para decidir cuál
camino tomar. El asesor le contó una historia con el propósito de aclarar el
panorama. Le recordó el experimento de psicología social que en 1969 realizó un
equipo de la Universidad de Stanford, bajo la coordinación del profesor Phillip
Zimbardo. Para el experimento, dejaron abandonados dos autos de iguales
características: uno en el Bronx, zona empobrecida y conflictiva de Nueva York,
y otro en Palo Alto, área privilegiada de California.
En unas
horas comenzó el desmantelamiento del automóvil abandonado en el Bronx. Dejaron
el carapacho solamente. El auto abandonado en Palo Alto seguía intacto una
semana después. Parecía que la situación de pobreza y marginalidad del Bronx estaba
en el origen el vandalismo. Zimbardo ordenó, entonces, que se rompiera un
vidrio al auto de Palo Alto, y casi de inmediato comenzó el proceso de
desmantelamiento. En unas horas, estaba tan destruido como el del Bronx. Ello
parecía indicar que la situación socioeconómica no explicaba el vandalismo.
Había una razón psicológica. Parecía que un vidrio roto sugería abandono,
desinterés, despreocupación. Y los sucesivos ataques reforzaban esa idea. Hasta
que los desvalijadores cargaron con todo lo que se podían llevar
Este
experimento sirvió de base para que, unos años más tarde, James Q. Wilson y
George Kelling dieran forma a la “teoría de la ventana rota”, la cual podría
resumirse gruesamente así: si en un edificio se rompe una ventana y nadie la
repara, se crea la idea de que el
edificio está abandonado, de que nadie se preocupa por él, de que no tiene
dolientes… y pronto estarán muchas ventanas rotas y toda la estructura en
franco deterioro.
Algo
parecido ocurre en las empresas de cualquier tipo (grandes o pequeñas, púbicas
o privados, sean del giro que sean). Si algún empleado comete una falta pequeña
y los directivos no toman cartas en el asunto, esto pareciera indicar que a
nadie le preocupa la organización, y se sentirá con la libertad de seguir
actuando en el mismo sentido. Y más temprano que tarde otros empleados harán lo
mismo y “las faltas” crecerán en número y gravedad.
En una
situación como la descrita, Germán tenía, entonces, dos alternativas: seguir la
senda de la bondad entrópica (perdonar el delito, dejarlo sin respuesta, dejar
rota la ventana… y atenerse a las repercusiones desorganizadoras y crecientemente
perjudiciales) o dar respuestas punitivas al hecho (la forma e intensidad del
castigo podía variar), para advertirle al personal que “la ventana tenía
dolientes”... Felipe, en este caso, se fue de “Telollevo”. Los operarios
chanchulleros también se fueron. ¡Y, por supuesto, los chanchullos se acabaron!