EL BEBÉ DE INDIRA GANDHI

(O LA IMPORTANCIA DE LOS RESULTADOS)


Soc. Daniel Romero Pernalete, Msc




Tenía yo quince años y la cabeza llena de sueños. Él tendría unos cincuenta y la cabeza llena de conocimientos. Francisco Carvallo, se llamaba, y fue mi primer profesor de física en el Liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto, mi ciudad natal. Desde el primer día de clase me enamoré de la asignatura. Mi obsesión me llevaba a leer todo lo que en aquel tiempo hablara de física y estuviera a mi alcance. Desde el examen inicial (hasta un inolvidable día de junio) obtuve siempre la máxima calificación, que para entonces era de 20 puntos. El inolvidable día de junio llegó con el último examen bimestral de Física. Cuatro problemas con un valor de cinco puntos cada uno. Haciendo gala de una soberbia que poco a poco he ido domesticando, entreg el examen unos veinte minutos antes de que venciera el tiempo que nos habían concedido para concluirlo. Puse mi examen en manos del profesor Carvallo y salí al pasillo a tomar aire fresco mientras esperaba mi veinte. El profesor acostumbraba corregir exámenes mientras llegaba la hora de recoger el resto de las pruebas. A los diez minutos, el profesor Carvallo se asomó a la puerta y me enseñó el examen con la nota colocada en enormes números: ¡15 puntos! Al borde de un colapso, le pregunté al profesor si podíamos revisar el examen, a lo cual accedió como una concesión a su “aplicado y pantallero alumno”. Las respuestas a las primeras tres preguntas (página y media de razonamientos y cálculos para cada respuesta) fueron impecables, llenas de palomitas en tinta azul. La cuarta respuesta estaba también llena de palomitas azules ¡menos el resultado final!, el cual estaba encerrado en un gran círculo rojo con la inscripción “incorrecta”.

Apelé al argumento muy común para entonces: el procedimiento (razonamientos y cálculos) estaban correctos, y sólo había errado en la ultima multiplicación (todavía las calculadoras no eran de uso común). Mi resultado fue 0,54 (no recuerdo qué unidades) cuando el resultado correcto era 5,4 (de esas mismas unidades). Protesté porque teniendo todo el procedimiento correctamente desarrollado, me había despojado de los cinco puntos por un simple error en la última operación. "¡Por una comita mal colocada!"

El profesor tomó aire y en tomo casi paternal me dijo: “Mira, Romerito, ¿qué vas a estudiar tú cuando salgas de bachillerato?” Para entonces ser ingeniero daba caché, y le respondí: “Ingeniería, probablemente” (terminé estudiando Física antes de brincar para la Sociología cuando se me ocurrió que podía arreglar el mundo). “¿Ah, Ingeniería?” Y enseguida vino la estocada… “Y si a ti te mandan a hacer los cálculos para construir un puente que resista unos 500,000 kilos de peso y te equivocas ‘por una comita’ (lo calculas para 50.000 kilos), ¿qué pasa cuando el peso llegue a 50.001 kilos?”… “Se cae”, respondí… “¡Ah, muy bien, un puente que debía resistir 500,000 kilos se cae cuando apenas soporte 50.001 por un error ‘en una comita’!”… Y continuó: “Vas a ser responsable de las pérdidas materiales y humanas que ‘tu comita’ produzca, ¿sabes?”… Se despidió, dio la espalda, cerró la puerta y dejó afuera dos lecciones que aún cargo en mi mochila. La primera: los números se respetan. La segunda: no importa el esfuerzo, importan los resultados.

Más adelante me tropecé con un pensamiento de Indira Gandhi que reforzó aquella juvenil lección: “El mundo exige resultados. No le cuentes a otros lo dolores el parto: muéstrales al bebé”

En el mundo de las organizaciones es muy común lo que yo llamo las “excusas sudadas”, vale decir, la descripción que realiza la gente (directivos, gerentes, empleados de base…) de las diligencias y esfuerzos que han hecho... ¡sin que tales esfuerzos condujeran a los resultados esperados!.. He tenido ocasión de leer un montón de “informes de gestión” en la gerencia pública y en la administración universitaria que consisten en una descripción pormenorizada de acciones realizadas sin que nada se diga de los resultados. Ello, por lo general, ocurre cuando las acciones no están conectadas con los objetivos. O cuando no hay metas claras. O peor aún, cuando los objetivos no existen.

La cuestión se replica con mayor visibilidad en el mundo político. Aquí y más allá, sucede igual. Los gobernantes de cualquier nivel relatan frente a sus auditorios las grandes acciones y los enormes esfuerzos realizados para detener la delincuencia, la inflación, el desempleo o la corrupción. Pero esos males cotinúan haciéndole la vida de cuadritos al ciudadano de a pie. Sobran los ejemplos. No me voy a detener en eso.

De tal manera que cuando escuche a un gerente o a un empleado, o a un funcionario de cualquier rango, vanagloriarse de sus esfuerzos, no deje de preguntarse (y de preguntarle, si ello fuera posible): “¿Y dónde está el bebé?”

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